
Los efectos benéficos al parecer serían muchos según diversos observadores al respecto.
En primer lugar el aspecto exterior de la pareja, sobre todo de la mujer comienza a lucir de un modo mucho más favorable. Durante la época de la novedad ella luce como una muchacha adolescente y luego comienza a comprender que es cotizada en el mercado de los trueques según su apariencia exterior.
Siempre en todos lados hay hombres al acecho, y ella comienza a sentir que ahora tiene armas como mujer para enfrentar diversas situaciones de vida. Cuando comprende que con un físico prometedor los hombres se precipitan hacia ella es cuando comienza a entender en caso de no estar tan beneficiada por la naturaleza cuál puede ser en alternativa su conjunto de encantos femeninos.
Su corpulencia excesiva ha podido ser un motivo; ella misma al ver a ciertas obesas circular desnudas en el menor pudor, se dará cuenta de cuánto su vista es una ofensa para los ojos. Una adepta de los intercambios que es consciente de su adiposidad intentará liberarse de ella y no le servirá de nada camuflarla con la ayuda de su modista. Su marido, deseoso de tener una compañera presentable, la animará en su cura y no escatimará gastos. El gran obstáculo para el tratamiento de las obesas es un esposo indiferente o refractario, lo que desanima a la esposa a perseverar; en el matrimonio practicante del intercambio, un tratamiento bien motivado y en el que se interesa el marido, siempre tiene éxito. En los intercambios, el marido solicitará incluso, discretamente, algunos consejos para su mujer algo gruesa y la acosará para que los siga; en caso contrario, se cerrarían demasiadas puerta para ella y de refilón, también, para él.
Hasta en los pequeños anuncios para los intercambios sexuales se muestran exigentes; a menudo especifican no sólo la altura y el peso de la esposa de la pareja anunciadora, sino su contorno de cintura y pecho, lo que indica que no le sobran quilos por ninguna parte y por ende exige reciprocidad. Con el abandono de los intercambios, la obesa adelgazada corre el riesgo de recuperar sus quilos al no tener ya que hacerse valer físicamente. Al ver a ciertas antiguas adeptas del intercambio, es fácil adivinar que no los frecuentan a causa de una corpulencia que ha reaparecido.
Una pluralista sexual pronto sabrá lo que atrae y lo que retiene al hombre medio. Una cadera y un busto saliente, no excesivamente, son tan eficaces como un maquillaje y un peinado estudiados; tendrá en cuenta la lección y de los intercambios puede resultar una actitud de sencillez, ya que la "naturalidad" gusta a los hombres. Aprenderá, asimismo a desnudarse y vestirse deprisa, lo que no disgusta al cónyuge. Cuando una vez vestida su atractivo resulta mediocre, mientras que era impresionante desnuda, deseará cambiar su modista y es frecuente sea solicitada discretamente una dirección y anotada allí mismo. Una mirada y unos rasgos más vivos y una piel más luminosa, como bajo el impacto hormonal desde unas relaciones múltiples y orgásmicas, pueden proporcionar más atractivos a la practicante del swinger, aparte de resultar más animada desde que tiene un nuevo centro de interés. Un marido a menudo asombrado, desde que ella frecuenta los intercambios, de su aspecto más atractivo y de sus éxitos masculinos se felicitará por haberse casado con ella y la mirará con otros ojos como ella misma lo hace ahora en el espejo después de haberse visto tan deseada. También él se cuidará mejor; velará por contener una gordura demasiado prematura, visitará en ocasiones el gimnasio y sobre todo al dentista; una extraña se atreverá a hacerle alguna observación sobre un aliento desagradable, mientras que su mujer lo soportará estoicamente por temor a herirlo.
Según los adeptos a los intercambios, éstos volverían a los dos cónyuges más solidarios; ayudarían a romper entre ellos las barreras con un tema de conversación inagotable; tienen un gran secreto en común; tienen necesidad de confiarse mutuamente sus experiencias. Una vez finalizados los intercambios discutirán animadamente sobre los placeres o decepciones experimentados y necesitarán prolongar las reuniones verbalmente. Esta facilidad y esta necesidad de confiarse deshiela las relaciones entre los esposos; su conversación, antes estereoripada y sin brillo, se vuelve más animada; tienen otro tema distinto al dinero o la comida. Ellos mismos se asombran del brillo de vida que anima sus observaciones; es corriente oír: "Antes, apenas hablábamos, en cambio ahora no paramos". Esta costumbre, de decirlo todo y ser transparente después de los intercambios, tiene muchas posibilidades de prolongarse a otras circunstancias. La franqueza y la libertad de expresión se convierten en una regla; tanto el marido como la mujer no temerán ya confesar el vivo atractivo que sienten hacia terceras personas. Cómplices en lo prohibido, se vuelven solidarios y cultivan a partir de entonces su jardín secreto. Después de un crucero o de unas vacaciones en un lugar lejano, donde fueron practicados los intercambios, el matrimonio, de vuelta para largos meses a su pequeña ciudad o barrio, gozará interiormente jugando a padres normales y corrientes. Dirigirse algunas noches a una reunión de intercambio después de una jornada irreprochable da la impresión enriquecedora de vivir dos vidas: no solamente el doctor Correa se convierte en el señor Correa, sino que la señora Elvira, su mujer, se convierte asimismo en la señora de Correa.
Perfectamente distendidos después de unas prácticas sexuales gracias a las cuales ya no se sienten insatisfechos, los cónyuges manifiestan más amabilidad entre ellos; el marido deja de refunfuñar y su mujer de protestar por el más mínimo pretexto. Un esposo que deja de ser impotente y una mujer de ser frígida, por una vida sexual comunitaria, se vuelven más amantes y tolerantes el uno hacia el otro. Una pareja feliz a la salida de los intercambios, como unos colegiales después del recreo, manifiesta sin lugar a dudas más facilidad de convivencia con el ambiente que le rodea. Durante los días siguientes, algo quedará de este buen humor entre ellos y con el prójimo. Desde que ellos mismos han encontrado la felicidad sexual, la desearán para todo el mundo. Esa es una de las causas por las cuales en el Ejército está perfectamente entendido el valor de estas prácticas sexuales. El que vio lo bueno que una cosa tiene, también, lo desea para los demás.
Una mujer que no ha abandonado a su marido en la clandestinidad de los intercambios, no lo dejará para otras reuniones más inocentes: espectáculos, salidas amistosas y otros, donde, a partir de ese momento, ya no irán cada uno por su lado. De la misma forma que uno se siente más poseedor de un objeto prestado cuando le es devuelto, el practicante del swinger se sentirá más marido de su mujer cuando se la hayan devuelto. Si después de alguna resistencia, ella ha consentido seguirlo a los intercambios, al haber cedido en lo principal, podrá obtener mucho en lo secundario; utilizará su infidelidad en el momento oportuno, a la inversa de la esposa ordinaria que no cesa de recordar su fidelidad para ser recompensada con un exceso de atenciones. Una esposa, incluso perfectamente adaptada a los trueques, pronto comprenderá lo mucho que le interesa dejarse arrancar cada vez su consentimiento para volver: su marido deberá suplicar y prometer siempre para convencerla a acompañarle; para el simple deber conyugal, no ha podido hacer valer esta fuente de rechazo; su marido pronto se resignaría o iría en busca de otra.
El afecto que se profesan los cónyuges no se vería alterado por los intercambios, según dicen sus adeptos; ya en muchas reuniones, es fácil sorprender entre ellos miradas tan tiernas como cómplices; algunos matrimonios no dejan de mirarse incluso estando unidos con otros; sólo existen el uno para el otro; sus compañeros de turno no son más que instrumentos. A la salida, sorprende, pero es frecuente en el swinger, ver a una pareja casada, incluso practicantes del intercambio desde años, tomada de la mano o de la cintura pasearse a lo largo de las tiendas, espectáculos o restaurantes e incluso entran en ellos como unos jóvenes enamorados. En los intercambios, los matrimonios evitan a toda costa un compromiso emocional con un tercero; para ellos, hacer sexo no es hacer el amor y los trueques no son nada serio ni trascendental; La disponibilidad afectiva está situada entre ellos, ahora todavía más fuerte al haber sido contenida con extraños. Su cuerpo ha sido para otros, los sentimientos son para ellos. Esta fidelidad de corazón es la única que les importa e interesa.
Antes de la práctica de los intercambios, la esposa podía sentir rencor hacia su marido por no haberla despertado sexualmente, una vez ya lo está, puede manifestarle un agradecimiento real por su amplitud de miras, lo que ayuda al afecto. La naturaleza de sus sentimientos es susceptible de cambiar. Antes del swinger, compensaba la insuficiencia de sus reacciones sexuales con un apego infantil, fijada sobre su marido como una niña mimada y posesiva; quería de él que realizase todas las formas del ideal en el que había soñado de un hombre. Mucho más sensual después de haber practicado el intercambio, se hace más mujer; menos hipnotizada por su marido, le profesa un cariño menos receloso y más maduro. A menudo, después de los desbordamientos carnales de los intercambios, se depura y convierte en amistad profunda entre los cónyuges.
Entre los efectos benéficos se destaca el hecho de que los intercambios podrían a la larga insensibilizar unos celos demasiado acusados. Muchos hombres y mujeres casados, que al principio apenas conseguían ahogarlos, se sorprenden de encontrarse cada vez menos celosos, ante la extrañeza de los practicantes solteros de los dos sexos, a quienes seduce este arreglo poligámico por mutuo acuerdo de la pareja y frecuentemente se les oye expresar el deseo de encontrar ellos, también, un compañero o compañera comprensivo. En un caso excepcional, la desaparición de los celos tuvo lugar de forma brutal, como una extirpación quirúrgica, en un neófito en los intercambios; había acudido a una reunión con su mujer en plan de curioso, totalmente resuelto a no compartirla; seguramente ella se perdió en medio del torbellino de idas y venidas: la encontró con otro; ante el hecho consumado, no volvió a sentir celos. La ausencia de celos, a la que llevan los intercambios, acaba por repercutir en la vida ordinaria de la pareja; el esposo ya no volverá a hacer una escena cuando su mujer mire demasiado insistentemente a uno de sus amigos; así como ella se abstendrá de hacer alguna observación cuando él se fije demasiado a menudo en una vecina y no exigirá ya que eche a una secretaria demasiado atractiva. Con la seguridad que ella misma adquiere en los intercambios y la certidumbre de que es capaz de retener a un hombre, los celos, arma de los débiles, ya no tienen cabida ahora que se siente fuerte. Podría asimismo haber sobrestimado a su compañero; a pesar del buen concepto que de él tiene, descubre por comparación su mediocridad sexual y no teme se lo quiten.
El adulterio corriente, que serviría contra él, de arma de disuasión, se ve netamente disminuido en el sexo en grupo; una esposa ha podido exigir que el precio de su aceptación a los intercambios sea la fidelidad de su marido en las otras circunstancias; generalmente mantiene su palabra. Con a menudo una o varias prácticas de intercambio, además de las relaciones conyugales, habrá, asimismo, agotado sus posibilidades y curiosidad sexuales. Una asidua a los trueques los había aceptado de haber descubierto, por unas manchas sospechosas, que su marido la engañaba; saturado sexualmente gracias a los intercambios, se volvió estrictamente fiel fuera de ellos. La propia esposa se inmunizará contra el seductor del exterior; los intercambios en serie le habrán enseñado lo muy parecido que debe ser a otros hombres, ya que el sujeto excepcional parece un mito.
A ciertas esposas les gusta, incluso, probar su fidelidad al marido; aceptan de buen grado las tarjetas de visita que les deslizan algunos visitantes ocasionales poco hechos a las costumbres; las esconden en el hueco de una axila y se las enseñan a su marido a la salida, antes de guardarlas y catalogarlas, como en un fichero. Asimismo, las esposas se sienten muy poco tentadas de engañar a un marido tan tolerante; no lo merece desde que ha dejado de ser un carcelero al que apetece burlar. Su instinto de poligamia se ve asimismo agotado con los intercambios, como esas mujeres murias en la India o esas suecas quienes, después de una vida de solteras muy libre, no experimentan ya la necesidad de engañar a su marido y son más fieles que otras. Para muchas practicantes del intercambio, los intercambios no son adulterio; algunas afirman incluso, en el fuego de las conversaciones: "Yo no he engañado nunca a mi marido", y en efecto la pérdida de la exclusividad sexual no significa otra cosa que eso; una de ellas declaraba: "Me despreciaría a mí misma si llegase a engañar a mi marido, antes me divorciaría"; para estas practicantes del swinger, los intercambios no cuentan; Únicamente aportan penes, bocas y dedos, no amantes; sus contactos apenas tienen importancia y no dejan más recuerdo que cuando se le da la mano a un amigo en la calle. Un marido perfectamente consciente de esta falta de consecuencia de los intercambios, preguntaba desenvueltamente y, simplemente, por curiosidad a su mujer después de cada sesión: "¿Con cuántos me has engañado hoy?".
El adulterio del swinger, contrariamente al otro, suprime todo sentimiento de culpabilidad entre cónyuges; no tienen nada que esconder y son transparentes, el uno para el otro; por el contrario, en el adulterio normal, el culpable está siempre sobre ascuas ante el temor de ser descubierto; siempre persistirá algo de sus temores en los acercamientos conyugales. Antes, los dos esposos vivían cada uno en un mundo diferente de hombres o de mujeres; en la pareja moderna, la relación es más íntima y el disimulo se hace mucho más difícil; cada cónyuge conoce la más mínima reacción del otro, incluso inconsciente, y por poco desacostumbrada que sea, nace rápidamente la sospecha.
Estudios recientes revelan que existiría un adulterio swinger y que el 70% de las parejas intercambistas suele mantener relaciones posteriormente con los recién conocidos. Hecho que no parece afectar la estabilidad del matrimonio; tener una cierta intimidad con la persona conocida en el intercambio es una necesidad profunda del conocerse recíproco.
En el adulterio clásico el cónyuge adúltero debe hacer frente a numerosas complicaciones; está obligado a mentir para proporcionarse coartadas y adormecer las sospechas del otro quien, generalmente, al ser engañado, se vuelve rencoroso y rumia alguna revancha o incluso venganza. El culpable, una vez descubierto su adulterio, si no sobreviene la ruptura, debe hacerse perdonar por medio de simulacros de amor o de arrepentimiento. El esposo engañado es tradicionalmente ridículo y el amante pronto está al corriente de sus secretos y debilidades más íntimos; Este amante, que desvía así el cariño de una esposa es un doble del marido en una bigamia de hecho.
El adulterio de los intercambios donde los cónyuges están de mutuo acuerdo y confían el uno en el otro, es calificado por los practicantes anglosajones del "swing" como "faithfull adultery", adulterio fiel, puesto que los esposos, leales uno hacia el otro, no se engañan. Unos desconocidos indiferentes, apenas discernibles, a los que prodigan sus atributos sexuales, no son unos amantes. Este adulterio de los intercambios, tan rápido como un relámpago y sin mañana, es recíproco; no tiene siquiera que ser perdonado; no lleva consigo herida de amor propio y el marido mantiene su honor a salvo. Unos contactos efímeros en un polierotismo anónimo son asimismo un impedimento de unas relaciones indeseables, mientras que en el adulterio común, en ocasiones resulta difícil desembarazarse del cómplice; estos contactos sin trascendencia producen tranquilidad a los cónyuges, mientras que en el adulterio ordinario les angustia un sentimiento de inseguridad.
Acompañada de su marido, la practicante del intercambio toma con tiempo y tranquilidad sus abrazos, lo que no siempre es el caso en el adulterio común, a menudo deprisa y corriendo y en un lugar cualquiera. En los hoteles las parejas comunes acuden a menudo como si fuesen ráfagas de aire y a horas rarísimas, con el fin de burlar a un cónyuge engañado; el contraste asombra al personal; algún comerciante del barrio pretextará una entrega matinal urgente para abandonar a su mujer en la caja y acudir rápidamente a expansionarse con una cliente menesterosa.
En el adulterio ordinario, el marido que sospecha de su mujer, discute con ella cuando la ve demasiado atenta o mal gastadora en su arreglo y cuidado de belleza; por el contrario, en los intercambios, la animará a aparecer siempre atractiva y no reparará en gastos, incluso si debe acudir a la cirugía estética; su transformación plástica, a la que apenas hubiese prestado atención en la vida conyugal, servirá para valorizarla como moneda de cambio en los amores de grupo.
Sexólogos, consejeros matrimoniales y otros, han debatido ampliamente sobre las consecuencias morales y sociales del swinger; Disminuirían los divorcios o por lo menos no aumentaría su número, según la mayoría de los estudios americanos (T.Wilson. X, y J. Breedlove, G. Bartell y demás). W. Masters ha indicado que algunas parejas abandonaban sus proyectos de divorcio después de haberlos él ayudado a remediar sus deficiencias sexuales en el laboratorio de apareamientos humanos. Asimismo el swinger al mejorar la vida sexual de los matrimonios, podría prevenir las desavenencias y las separaciones. Albert Ellis, autor y consultor de sexología muy famoso en Estados Unidos, afirmaba en una conferencia en Toronto que numerosos clientes le habían confesado que sus relaciones conyugales habían mejorado después de los intercambios. En Alemania, el periodista Geza Kirchknopf, que ha publicado un estudio sobre ochenta y dos parejas practicantes del intercambio, afirma que varios a punto de divorciarse habían renunciado a ello gracias a los intercambios; su matrimonio les parecía después de ello mucho más aceptable. En Inglaterra, el doctor Ward afirmaba en sus Memorias no haber nunca constatado divorcio alguno entre los matrimonios que frecuentaban sus reuniones de sexo en grupo. En París, muchos matrimonios han practicado en tándem los intercambios durante numerosos años; no parece que haya tenido lugar entre ellos una separación legal, aparte de casos excepcionales debidos a circunstancias ajenas al swinger. Después de practicar el intercambio, algunos matrimonios habían incluso roto alguna relación del exterior, lo que disminuía la eventualidad de un divorcio o de un abandono: divorcio del pobre o del cobarde.
El peligro moral de las prácticas de intercambio es a menudo evocado por quienes lo juzgan desde fuera: los matrimonios se avergonzarían pronto de sus bajezas y, desgarrados por los remordimientos y los escrúpulos, apenas se atreverían a mirarse frente a frente. Esa es un poco la imagen que tienen los que ven esto de afuera. En realidad, vista desde el interior de los intercambios, sus adeptos se entregan a sus evoluciones con la inocencia del animal irresponsable de sus instintos; entre tan numerosa compañía, sus prácticas les parecen normales puesto que otros las realizan sin la menor turbación. Por otra parte, se abstienen de juzgar su comportamiento como inmoral o amoral; para ellos la moral no tiene nada que hacer allí; hablan más bien de una conducta inconformista o incluso existencialista; evitan llamar a sus reuniones bacanales; el término les parece peyorativo. La reputación de inmoralidad atribuida a los intercambios podría ser debida, según ellos, a unos investigadores que, para exponerlos libremente y no ser sospechosos de complacencia, los calificarían de vergonzosos o repugnantes; algunos psiquiatras, sociólogos y otros se sentirían de esta forma más a sus anchas para describirlos en las revistas profesionales representándolos como patológicos o asociales; quizás algunos se consuelan así de no frecuentarlos. No obstante eso, hoy la sexología no considera parafilia el swinger y no se sabe bien por qué razón sí considera de tal, el triolismo.
Si bien es cierto que hay antecedentes históricos para la práctica de los intercambios de pareja, sin embargo, los trueques actuales occidentales de los matrimonios no tienen ningún precedente duradero en el pasado y no cuentan todavía con su equivalente en las otras civilizaciones. Parecen ser una tentativa de airear carnalmente un matrimonio estrictamente monógamo que se alarga indefinidamente y se encuentra expuesto a unos estímulos eróticos ambientales cada vez más obsesivos. No se trata ni de orgías ni de matrimonios de grupo, sino de un alivio temporal y sin consecuencias. Algunos matrimonios afirman incluso que una vez finalizada la relación con la otra pareja, vuelven a casa y toman un baño, no tanto para limpiarse como para indicar que la cortina está bien echada; lavados de la falta y en una nueva piel, su comportamiento vuelve a ser normal.
Con respecto a las parejas que tienen hijos, éstos no parecen peor educados que otros ni sentir depresiones o trastornos característicos tan frecuentes en los niños del divorcio o de la discordia, que el swinger ha quizás evitado; una esposa afirmaba incluso que desde que practicaba los intercambios, sexualmente relajada y más estable, educaba mejor a sus dos niños pequeños. Los hijos de los adeptos al intercambio parecen ignorarlo todo de las reuniones a las que acuden sus padres. En el Uruguay, los intercambios son todavía muy recientes y limitados para que la crónica hablada mencione madres acudiendo al mismo tiempo que su hija, como ha sido ya observado en Estados Unidos.
Según muchos de sus adeptos, los intercambios ayudarían a vencer muchos prejuicios sociales. Muchas prevenciones hacia las prostitutas o las clases sociales menos favorecidas se disipan. Al conversar con una prostituta una esposa se apercibió de que son tan bien educadas e instruidas, sino más, que muchas mujeres comunes y más animadas. Gozan de aprecio y estima y muy a menudo de más galanterías y atenciones que muchas mujeres.
Gracias a la posibilidad de observación del hombre desnudo, que no había tenido anteriormente, el practicante del intercambio acaba por volverse más tolerante con respecto a las particularidades sexuales; comprueba personalmente su frecuencia y a partir de entonces sus apreciaciones serán menos tajantes. Una mujer amargada por un marido voluble lo comprenderá mejor cuando vea que la inconstancia sensual está dentro de la naturaleza del varón; otra que no perdonaba nada al viejo libidinoso, descubre que la sexualidad de la tercera edad es una realidad muy viva.
Algunos adeptos de los trueques afirman que uno de los grandes beneficios de éstos es el de refinar el comportamiento y suprimir ciertas costumbres antisociales. De hecho, el alcoholismo parece menos frecuente entre los practicantes del intercambio; es raro que uno de ellos muestre estigmas de un etilismo crónico; por otra parte ello lo habría conducido rápidamente a la impotencia. Ya un participante en ligero estado de ebriedad sólo es admitido con cierta reticencia; se teme sea la causa de altercados o escándalos y generalmente sus actos sexuales no están a la altura de sus pretensiones. En ciertos lugares, si uno de los visitantes se pasa en la bebida, hay un sofá especial, fuera de la vista de los demás, previsto para que duerma la mona. En las reuniones donde hay bebidas alcohólicas a discreción, sin embargo apenas algún invitado abusa de ella; casi todos abandonan rápidamente el vaso de whisky que acaban de empezar a saborear; tienen algo mejor que hacer. Muchas esposas afirman que desde que practican los intercambios sus maridos beben menos; quizás antes ahogaban su aburrimiento y sus aspiraciones sexuales en la bebida, sin gustarles realmente. Una mujer asidua a los intercambios había puesto como condición a su marido, antes de acudir a la primera reunión, que abandonase sus costumbres intemperantes; él mantuvo su palabra. Una necesidad de chupetear como si de un biberón se tratara y de llevarse algo a la boca, a menudo origen del alcoholismo, podría derivarse en las prácticas buco-genitales descubiertas en los intercambios.
La afición exagerada al tabaco parece, asimismo, menos frecuente entre los adeptos a los intercambios; rara vez son observados en ellos los estigmas que los señalan: dientes y dedos amarillentos, voz ronca y respiración difícil. El practicante del intercambio teme que por un aliento fétido y demasiados cigarrillos en la boca lo dejen de lado.
Otro factor bienhechor de los trueques, sobre todo para los matrimonios ya algo maduros, sería obnubilarse menos en los placeres de la buena mesa: factor de envejecimiento precoz y de innumerables trastornos patológicos. No solamente ninguna indigestión tiene lugar después de los banquetes sexuales, sino que los participantes se sienten mucho más ligeros posteriormente.
A pesar de lo que se suele creer popularmente, el intercambio no conduce generalmente a la droga y no suele ser admitida. En los intercambios, el uso de tóxicos, estupefacientes, alucinógenos y demás, darían a la policía la excusa legal de intervenir, cosa que los adeptos quieren evitar a toda costa.
La absorción de productos farmacéuticos, a la larga nocivos, podría verse disminuida por la sexualidad de grupo. Algunas personas confían que desde que practican los intercambios, con los sentidos ahora apaciguados, menos nerviosos y más relajados, ya no experimentan la necesidad de dormir o de laxarse por medio de calmantes.
Asimismo, el comportamiento se vería mejorado a consecuencia de los amores pluralistas. Es necesario un mínimo de educación para practicarlos; ya un matrimonio en el swinger se traga sus demasiado frecuentes recriminaciones entre ellos. Las palabras obscenas e incluso los chistes verdes están mal vistos; no tienen por otra parte razón de ser con una sexualidad que ya no necesita de ellos como válvula de escape desde que se expansiona libremente; los ruidos incongruentes, aires y eructos, tan oídos en las habitaciones privadas, son ahogados en los intercambios; antes de dirigirse a una reunión, un adepto poco seguro de su tubo digestivo tomaba algún remedio para sus flatulencias.
Incluso la agresividad es dominada; la desnudez que hace a un hombre tan vulnerable en grupo parece inspirarle, instintivamente, prudencia; por el contrario, el mismo hombre, protegido por unas ropas y sobre todo por la armadura metálica de su coche, podrá mostrarse extremadamente insolente. En los intercambios, sabe asimismo que siempre tendrá acceso a alguna visitante y se educará a sí mismo a tener paciencia y a no imponerse a la fuerza.
En Estados Unidos, algunos llegan incluso a pregonar los beneficios culturales de los intercambios; parejas de matrimonios de origen y especialización profesional muy diferente se instruyen recíprocamente y amplían sus horizontes. El swinger, conlleva una relajación mental; es un pasatiempo apropiado para unas parejas en desacuerdo con la moral o con las enseñanzas tradicionales
No hay comentarios.:
Publicar un comentario